Todas cometemos errores. Y a partir de ellos podemos elegir culpabilizarnos o aprender. ¿Qué escoges para ti?
Hace poco, junto con mi hija, fuimos a una consulta médica. Estábamos las dos allí por varias razones. Una de ellas era tratar mi insomnio. Para encontrar las raíces de mi falta de sueño hablamos de lo mucho que me preocupaba no hacer las cosas bien. Y sí, a lo largo de esa charla con nuestra médica pude entender que el perfeccionismo que tanto notaba yo en mi hija, en realidad también estaba en mí.
Fue un real llamado de atención encontrarme de frente con mi perfeccionismo, lo que me hizo preguntarme por el origen de esa condición. Ahí estaba, mi miedo a equivocarme, fijamente mirándome a la cara. ¿Por qué? Tal vez demasiadas correcciones, hechas de “X” escritas con tinta roja en el colegio, lista de errores que mi familia se encargaba de evidenciar, platos rotos, raspaduras en las rodillas, jugos que se derramaban en la mesa, arroz que se quemaba o recetas que quedaban sin sal.
Por mucho tiempo se quedaron en mí las miradas burlonas o enjuiciadoras a causa de palabras en inglés mal pronunciadas, datos que olvidé, nombres que confundí o lecciones de conducción que no practiqué. También se encuentran en mi lista de errores los olvidos, objetos que perdí, vuelos que no alcancé, lugares que no encontré, amores a destiempo y propósitos que no llegué a cumplir.
La vida se nos va volviendo una gran lista de errores y culpas que nos inmovilizan y que no nos permiten mirar nuestra vida desde la perspectiva del amo porque nos sentimos atiborradas de culpa.
Nos ha pasado a todas: vamos acumulando errores y tratando de evitarlos, los ignoramos y, lo peor de todo, simulamos una falsa perfección. Pero ninguna de estas vías me ha dado tranquilidad. Al contrario, jugar a ser perfecta bloqueó la comunicación conmigo misma y me alejó de mi autenticidad porque sólo podía ofrecerle a los demás una imagen distante de lo que yo era en realidad.
Es una cadena. El error se convierte en culpa y la culpa, con su peso, nos paraliza. Eso me sucedió hace varios años en medio de una crisis personal. Fue entonces cuando recibí las palabras de una amiga que me sugirió mirar mi vida desde el amor y no desde la culpa. Así pude empezar a ver mis errores desde otra perspectiva. Ya no eran solo faltas, fallas, caídas. Entendí que los errores eran parte de mi aprendizaje y que la jueza más implacable para esas faltas era yo misma. Y lo peor de todo era que en la mayoría de los casos me declaraba culpable.
Podría pensarse que ver los errores como aprendizajes los suaviza y no evita cometerlos. En realidad, no cometerlos es una falacia, porque equivocarse es parte de la vida y nos permite aprender. Pero no es la única, también aprendemos de los errores de los demás como en un espejo.
Así que, más que luchar por no cometer errores, uno de los primeros pasos es reconocer nuestra propia vulnerabilidad. Al suavizar la culpa, los errores van disminuyendo porque una lección aprendida es un error integrado, un camino que no se recorre dos veces y que, si se hace, si tropezamos dos veces con la misma piedra, podemos estar seguras, de que aún no hemos superado la lección y que falta algo por asimilar.
Otra de las herramientas más valiosas que tenemos para enfrentar la culpa es el perdón. Y sí, creo que es uno de los pasos más largos y dolorosos. No queremos perdonarnos, nos agazapamos detrás de nuestras faltas porque finalmente nos protegen. Porque tal vez detrás de ese error hay un miedo que no queremos ver y estar inmersas en la culpa nos permite estar en una falsa y dolorosa “comodidad”. Creo que en realidad lo mejor para convencernos de salir de ese lugar es que al otro lado se encuentra una especie de liberación que nos permitirá recorrer otros caminos.
En el diccionario, “errar” tiene dos significados. Uno de ellos es la acción de no acertar en algo o de incurrir en un error. El otro es muy interesante: errar es también el acto de andar vagando de una parte a otra sin rumbo ni destino. Este último me llamó la atención.
Dice la autora canadiense Keri Smith que “errar” viene de deambular, de explorar sin planificación ni objetivo, manteniéndonos totalmente abiertos a lo desconocido. De esta manera, Keri define errar como un estado de ánimo, así como un acto físico. “Puedes elegir adoptarlo siempre que lo necesites”, afirma ella.
Me gusta la perspectiva de esta autora porque creo que no contar con un objetivo preestablecido propicia la creatividad, nos permite tener varias posibilidades y amplía la perspectiva de nuestro corazón. Ir a la deriva es necesario de vez en cuando y sí, puede ser una fábrica de errores, pero qué más da: la experiencia está marcada por la prueba, ensayo, error o, mejor aún, el aprendizaje en el que de una u otra manera saldremos bien libradas porque algo habremos aprendido, asimilado e integrado en nuestras vidas. Dejarnos llevar por la imaginación, sin reglas ni preconceptos, nos permite liberarnos del deber, de la obligatoriedad y nos lleva a un terreno arriesgado en el que nuestro ser emerge y se libera.
Mirar nuestras vidas como un camino por descubrir y no solamente como una meta donde debemos ser felices nos da una nueva perspectiva, en la que la imagen que tienes de ti misma debe estar determinada por una constante transformación. Es importante que te concedas el derecho a equivocarte, a pensar diferente, que reconozcas tus debilidades y tus límites y dejes de culpar a los demás por lo que te ocurre.
Acepta tus miedos, reconócelos y, más allá, abrázalos y reconcíliate con ellos. Llévalos de la mano y siéntate junto a ellos al atardecer, en la soledad, en el ocaso de la alegría cuando no tengas a nadie más que a ti para darte una palmada en la espalda y, con cariño, di que no importan tus equivocaciones, sino lo que aprendes de ellas.