Intentar mantener a flote las personas o circunstancias aunque nosotras nos estemos hundiendo pareciera ser una premisa que acompaña nuestras acciones. Pero, ¿por qué lo hacemos? Sin duda uno de los motivos es que vivimos hacia fuera, es decir, vivimos la vida de nuestros hijos, de nuestras parejas, de nuestras familias, de todo lo que rodea nuestro trabajo, pero descuidamos totalmente nuestra propia vida.
Por: Liliana Arias
Una de las canciones favoritas de mi madre era una balada romántica cantada por Julio Iglesias, Me olvidé de vivir. El mensaje que ella trataba de darme detrás de esta canción taladró mi corazón, tal vez porque entendí que detrás de una vida de sacrificios hay una persona que tuvo que asumirlos, alguien que puso el pecho y se negó a sí misma para que, evidentemente, todo siguiera en pie.
“De tanto jugar con los sentimientos,
Viviendo de aplausos envueltos en sueños.
De tanto gritar mis canciones al viento
ya no soy como ayer, ya no sé lo que siento”.
Eso dice uno de los estribillos de la canción. Muchas veces pienso en esas estrofas y en cómo caemos en un abismo al dejar nuestra vida al garete de las decisiones de los demás. Estoy convencida de que ir por la vida sin ocupar nuestro lugar, dejando que los otros pongan sus condiciones sin que nosotras podamos reflejar nuestro punto de vista, deseos y necesidades, nos va desconectando poco a poco de nuestra esencia.
Lo cierto es que olvidamos vivir hacia dentro. Olvidamos mirarnos, atendernos, cuidarnos y, lo más grave, conocernos. En este camino de autoanulación es muy posible que nos relacionemos desde la necesidad, desde el dolor y la carencia, y eso hace que, aunque lo demos todo y sacrifiquemos nuestra propia vida, los esfuerzos sean raramente valorados, dejando una estela de vacío e insatisfacción, porque a mayor entrega desmedida, mayor necesidad de control. También las expectativas que ponemos en los demás se vuelven más grandes hasta el punto de hacerlos responsables de nuestra felicidad.
Caminamos entonces en un círculo vicioso que alimentamos erradamente en búsqueda de un reconocimiento personal que no llega, porque finalmente el poder está en los otros, en las circunstancias y no en nosotras mismas, donde debería iniciar.
Esta situación es más que frecuente de lo que podríamos imaginar en la condición femenina. Yo misma he pasado por ello y a diario hablo con mujeres que también se lastiman en este camino donde la “falsa heroína” pone su existencia como carne de cañón para que otros pasen por encima de ella en nombre de la bondad, de la incondicionalidad y de un reducido y falso concepto del amor. Y esta situación es un bumerang que nos agrede y nos minimiza.
Una de las grandes causas radica en que hemos sido educadas para el sacrificio. Sin duda, de niñas teníamos más aceptación si utilizábamos como escudo la sumisión. La ausencia de límites personales era vista como una condición necesaria para encontrar el reconocimiento y la valoración y pocas veces decir “no” era una opción. Aprendimos a estar disponibles para el mundo, aunque agónicas naufragáramos en el mar de la insatisfacción. Así fuimos educadas para ser las madres de todos, dispuestas y complacientes, aún, en detrimento nuestro.
Y son las acciones, las pequeñas decisiones, las que construyen estos paradigmas que parecieran regir nuestras vidas. Desde la ama de casa que les sirve a todos la comida mientras ella prefiere comer los restos sin siquiera sentarse a la mesa, o la profesional que, además de trabajar, debe llegar a hacer la tarea con los niños, comprar la comida y pensar en cómo lidiar con las deudas a costa de sus ahorros, hasta las mujeres que cargan con la vida de sus parejas a su espalda como una obligación ante la que es imposible revelarse; también, las mujeres víctimas de jefes maltratadores para los que nada es suficiente.
Lo que más me llama la atención es pensar que detrás de todo esto lo que nos es común a todas es esa necesidad de sentirnos amadas, valoradas y reconocidas. Y a este punto es donde quisiera llegar: ¿Qué nos hace pensar que ese amor, ese valor o ese reconocimiento que tanto buscamos no está ya dentro de nosotras?
El empoderamiento viene de dentro hacia fuera. Las decisiones y elecciones que tomamos para nuestro bienestar se reflejan en el exterior y en la manera como nos relacionamos con los demás, y surgen de la conexión con nosotras mismas, del conocimiento de nuestras necesidades, de nuestras prioridades y del establecimiento de unos límites sanos que nos permitan protegernos y actuar desde la autonomía y la libertad.
Somos como vasos llenos que derraman lo que tienen en su interior, y la fuente que llena ese recipiente es el amor propio. Al entrar en contacto con ese amor nos ubicamos con dignidad y respeto por quienes somos y por lo que buscamos en la vida.
Y la única manera de dar el primer paso es establecer una vía de comunicación con nosotras mismas, escucharnos, reconciliarnos con nuestras sombras, perdonarnos y, sobre todo, mirarnos desde el amor y no desde la culpa.
Eso significa acercarnos con respeto hacia nuestro propio ser para poder encontrarnos con esa niña interior que busca contención, consuelo, abrigo y aceptación. Cuando empezamos a mirar nuestro universo interior podemos maravillarnos con lo que existe allí dentro: nos maravillamos con el entramado que nos nutre y la riqueza que ya nos habita. Sólo tomando las riendas de nuestra vida, expresándonos, haciendo escuchar nuestra voz, es decir, siendo conscientes de nuestro brillo podremos iluminar las penumbras que nos agobian.